El matrimonio cristiano
El matrimonio
En todas las culturas se pretende regular la unión
estable del hombre y la mujer, admitiendo que tiene claras connotaciones
religiosas.
Así en la Biblia, en el Antiguo Testamento, se
presenta el matrimonio como la única institución social querida directamente
por Dios, al estar hechos tanto el hombre como la mujer a imagen y semejanza
suya, tienen su bendición fecunda estando llamados a ser “una sola carne”. Los
profetas ven en la unión matrimonial un símbolo de la relación de Yahvé con su pueblo:
una unión amorosa, estable, fecunda y fiel; y recíprocamente, la pareja humana
ha de ver en Yahvé con su pueblo, una relación a imitar.
En el Nuevo Testamento, Jesús llega a radicalizar
las exigencias de unidad y fidelidad. Nos encontramos entonces con la base que
servirá para que desde el siglo XII se afirme la sacramentalidad del
matrimonio, porque en los primeros siglos existía una visión poco positiva del
matrimonio, influida por la infravaloración que se daba al cuerpo.
En el Concilio Vaticano II se define al matrimonio
como una íntima comunidad conyugal de vida y amor establecida por la alianza de
los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable. Cristo
bendijo abundantemente este amor multiforme… que está formado a semejanza de su
unión con la Iglesia.
A diferencia de los demás sacramentos, la gracia que
se recibe procede de la misma relación de la pareja. El “sí” es el momento
culminante de un largo proceso y la anticipación simbólica de todo un futuro,
en él se resume: la palabra dicha y escuchada, el perdón dado y recibido, la
ternura, la comprensión, la ayuda, el amor…se entrelazan las vidas de los dos
en un único tejido, sin eliminar el yo y el tú ha emergido un nosotros. Es aquí
donde reside la peculiaridad del matrimonio, en que es una historia de amor
cocido al fuego lento de la vida. Son las personas las que se casan, los novios
son los ejecutores y protagonistas de su propio sacramento. La pareja se
constituye en sacramento permanente del amor de Cristo, brotando de aquí la
espiritualidad matrimonial: descubrir a Dios a través del otro, darse a Dios en
la donación del otro, vivir la propia vida siendo puente entre el otro y Dios.
No todos los matrimonios son sacramento, requieren
de amor auténtico y fe cristiana. El amor es al matrimonio como el pan y el
vino a la Eucaristía, eso sí, amor humano, con todo lo que tiene de frágil,
histórico, mejorable… pero que sea amor. La fe bautismal ha de encarnarse en la
existencia de los cónyuges, construyendo una comunidad de vida y amor en la que
crece la vida de los dos y en la que emerge la vida de nuevos seres humanos.
No se trata de celebrar un mero trámite, su
preparación es muy necesaria, hoy día más que nunca, y debe ser un proceso
gradual y continuo. El matrimonio ha de convertirse en una especie de “iglesia
doméstica” que vive el amor y la unión con que Cristo enriquece a toda la
Iglesia. Es memoria del misterio pascual: olvidarse de sí mismo y hacer del
otro el centro del propio interés, poner la propia vida al servicio del otro y
experimentar que se gana con todo esto. Están llamados a agradecer y a
prolongar hacia el futuro la existencia, haciendo memoria de que el amor y la
vida no han empezado con ellos.
En la celebración del matrimonio se da una acción
santificadora del Espíritu en la vida de los cónyuges: poder amar y ser amado,
perdonar y ser perdonado, dar vida y acoger vida, vivir en comunión con el
otro, sin dejar de ser uno mismo, son la manifestación, en la vida de la
pareja, de lo que es Dios por dentro.
El matrimonio es fuente de la espiritualidad
matrimonial, la vivencia de los dones del Espíritu en la vida concreta de cada
día: dar vida, cuidar vida, hacer crecer la vida son experiencias espirituales;
la fidelidad, el perdón, compartir el destino, caminar al ritmo del otro, son
versión humana de la alianza de Dios con
su pueblo; dar la propia vida para que el otro viva, en una larga cadena de
gestos cotidianos; ponerse cada día frente al otro con la actitud de dar toda
su vida; encontrar en la vida diaria signos de la presencia de Dios.
Los esposos son el recuerdo permanente para la
Iglesia de lo que aconteció en la cruz; son el uno para el otro y para los
hijos, testigos de la salvación, de la que el sacramento les hace partícipes.
De este acontecimiento de salvación, el matrimonio, como todo sacramento es
memorial, actualización y profecía.
De la alianza entre los dos esposos nace una
institución estable por ordenación divina, consentida por ambos por el
consentimiento que se dan y reciben mutuamente, de ahí que jamás pueda ser
disuelto.
La gracia del sacramento está destinada a perfeccionar el
amor de los cónyuges, a fortalecer su unidad indisoluble. Cristo es la fuente
de esta gracia, sale al encuentro de los esposos cristianos, permanece en ellos,
les da fuerza de seguirle tomando su cruz, de levantarse después de las caídas,
de perdonarse mutuamente.
El amor conyugal reúne un todo en el que intervienen
los elementos que componen a la persona, exigiendo la unidad y la
indisolubilidad, la fidelidad del amor conyugal y la apertura a la fecundidad.
Hoy día las familias creyentes tienen una
importancia primordial en cuanto a que se convierten en depositarios y
expositores de una fe viva, convirtiendo al hogar en la primera escuela de vida
cristiana y escuela del más rico humanismo, pudiendo aprender la paciencia y el
gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso y sobre todo el
seguimiento a Cristo.
El matrimonio se presenta como la única institución
social querida directamente por Dios, teniendo su bendición fecunda. Se trata
de una unión amorosa, estable, fecunda y fiel, viendo la pareja humana cómo ha
de imitar la relación de Yahvé con su pueblo. Jesús llega a radicalizar las
exigencias de unidad y fidelidad.
Esta íntima comunidad conyugal de vida y amor, se
establece por la alianza de los cónyuges, quienes en el “sí” culminan un largo
proceso y anticipan simbólicamente todo un futuro, en él se resume: la palabra
dicha y escuchada, el perdón dado y recibido, la ternura, la comprensión, la
ayuda, el amor…se entrelazan las vidas de los dos en un único tejido, sin
eliminar el yo y el tú ha emergido un nosotros. Se convierten en sacramento,
requieren de amor auténtico y fe cristiana. Amor humano, con todo lo que tiene
de frágil, histórico, mejorable… pero que sea amor y vida que construyan una
comunidad en la que crece la vida de los dos y en la que emerge la vida de
nuevos seres humanos. Debe ser un proceso gradual y continuo, que viva el amor
y la unión con que Cristo enriquece a toda la Iglesia. El matrimonio es memoria
del misterio pascual: olvidarse de sí mismo y hacer del otro, el centro del
propio interés, poner la propia vida al servicio del otro y experimentar que se
gana con todo esto. Están llamados a agradecer y a prolongar hacia el futuro la
existencia, haciendo memoria de que el amor y la vida no han empezado con
ellos. En la celebración del matrimonio se da una acción santificadora del Espíritu
en la vida de los cónyuges: poder amar y ser amado, perdonar y ser perdonado,
dar vida y acoger vida, vivir en comunión con el otro, sin dejar de ser uno
mismo, son la manifestación, en la vida de la pareja, de lo que es Dios por
dentro. El matrimonio es fuente de la espiritualidad matrimonial, la vivencia
de los dones del Espíritu en la vida concreta de cada día: dar vida, cuidar
vida, hacer crecer la vida son experiencias espirituales; la fidelidad, el
perdón, compartir el destino, caminar al ritmo del otro, son versión humana de la alianza de Dios con su pueblo;
dar la propia vida para que el otro viva, en una larga cadena de gestos
cotidianos; ponerse cada día frente al otro con la actitud de dar toda su vida;
encontrar en la vida diaria signos de la presencia de Dios.
Los esposos son el recuerdo permanente para la
Iglesia de lo que aconteció en la cruz; son el uno para el otro y para los
hijos, testigos de la salvación, de la que el sacramento les hace partícipes.
De este acontecimiento de salvación, el matrimonio, como todo sacramento es
memorial, actualización y profecía. De la alianza entre los dos esposos nace
una institución estable por ordenación divina, consentida por ambos por el
consentimiento que se dan y reciben mutuamente, de ahí que jamás pueda ser
disuelto.
La gracia del sacramento está destinada a
perfeccionar el amor de los cónyuges, a fortalecer su unidad indisoluble.
Cristo es la fuente de esta gracia, sale al encuentro de los esposos
cristianos, permanece en ellos, les da fuerza de seguirle tomando su cruz, de
levantarse después de las caídas, de perdonarse mutuamente. El amor conyugal
reúne un todo en el que intervienen los elementos que componen a la persona,
exigiendo la unidad y la indisolubilidad, la fidelidad del amor conyugal y la
apertura a la fecundidad.
Hoy día las familias creyentes tienen una
importancia primordial en cuanto a que se convierten en depositarios y
expositores de una fe viva, convirtiendo al hogar en la primera escuela de vida
cristiana y escuela del más rico humanismo, pudiendo aprender la paciencia y el
gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso y sobre todo el
seguimiento a Cristo.
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